El Fidel que llevamos dentro

 

El Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz no se ha ido a lugar lejano alguno: su presencia se multiplica. Con su partida física él no se convirtió en poesía, pues ya lo era. Y está en todas parte -como dijo el poeta Nicolás Guillén del Che Guevara-; y se agranda, porque todo cuanto dijo y predijo se confirma en cada goteo del tiempo, en cada acontecimiento de Cuba y del mundo.

   Fidel -discípulo perfecto de ese Ángel llamado José Julián Martí y Pérez- también lo dijo todo. ¿O acaso no es triste y pura esa verdad, compartida por él, de que la única enfermedad del Hombre que no tiene antídoto es el afán de la guerra y la guerra misma?

   Ahora que vemos cómo es que el planeta sangra por una herida incurable (el holocausto de los palestinos en Gaza), nos preguntamos qué habría dicho Fidel. Y a pesar de tanto dolor, de la enérgica denuncia y del espanto, sabemos que también nos habría dicho que se puede luchar y vencer; que es mejor no tener miedo; que es bello ser consecuentes hasta el final; que la lucha es hasta el último aliento; que todo ser humano tiene sus reservas de vergüenza; que aun cuando la entrega se tropiece a menudo con la ingratitud probable de los hombres, no debemos perder la fe en el mejoramiento humano; y que la vida siempre debe tener un sentido hermoso.

   “El Hombre no puede renunciar nunca a los sueños, el Hombre no puede renunciar nunca a las utopías. Es que luchar por una utopía es, en parte, construirla», dijo una vez el Comandante en Jefe. Y así es. De lo contrario, ¿qué tendría sentido para el ser humano?

   En estas líneas que aúnan testimonios de periodistas que conocimos a Fidel, que coincidimos con él en el tiempo -y donde también se habla desde la experiencia de quienes no lo tuvieron cerca por razones de ese mismo tiempo-, habita el homenaje a quien tanta falta nos hace cuando seguimos en la lucha por rearmar y fortalecer lo que somos como cubanos, cuando la batalla imperiosa -en medio de un mundo caótico y deshumanizado- es la misma del Comandante en Jefe: alimentar la virtud y no la fiera que llevamos acechante en el alma. Alina Perera Robbio (La Habana, 1971)

   EL FIDEL QUE VIVE EN MÍ

   A Fidel Castro lo conocí en mis sueños. Apenas tenía siete años y mi abuela –fidelista desde su nacimiento hasta su prematura muerte- contaba historias increíbles del “Caballo”, del gigante “barbudo” que dirigía los destinos del país. Desde esa época, en los años setenta del pasado siglo, pensaba todo el tiempo en qué le diría si me “tropezaba con él”.

Quise estudiar “el mejor oficio del mundo”, según la calificación que le dio al periodismo su entrañable amigo El Gabo, para de alguna manera -si acaso un día- poder conocer a Fidel. Y fue entonces -cuando llegaron los convulsos, pero también enaltecedores años de la década de los noventa del siglo XX- que en el camino profesional de la recién graduada, inexperta, optimista y soñadora, apareció, tan inigualable y real, el cubano excepcional vestido de verde olivo.
   Cuba siempre tendrá a Fidel; Fidel tendrá siempre a Cuba.

   Como periodista, muchas veces vi a Fidel. Le pregunté y me respondió, aunque fueron muchas más las ocasiones en las que me devolvió otra pregunta, porque así era él. Tuve el honor de contar para la radio innumerables coberturas de prensa dentro y fuera del país: visitas oficiales a naciones de América, Europa, Asia y el Medio Oriente, asistencia a tomas de posesión de varios presidentes, Cumbres y conferencias internacionales…

   Lo observaba todo el tiempo con el mismo asombro de la niña que, muchos años atrás, buscaba sus discursos en las páginas de los periódicos; buscaba su estatura universal en las imágenes televisivas y su inconfundible voz en las alocuciones radiales, las que paralizaban a un país entero que encendía televisores y radios porque “va a hablar Fidel”.

   Y sí… ciertamente el Comandante en Jefe es de todos, pertenece a una nación; pero cada quien tiene a su propio Fidel. Aquel tristísimo 25 de noviembre de 2016, una voz se fue por un momento, pero regresó para seguir desafiando amenazas, peligros y trampas, con su chaleco de la moral, a pecho descubierto.

   Fidel no solo fue el líder de una Revolución que aprendió a resistir cualquier adversidad; sino que también fue maestro de un pueblo; y al mismo tiempo, su discípulo más extraordinario.

   Tras su partida física se quedó en el aire, en el polvo, en el agua, en la tierra, en todas partes. Es el guerrillero, el Presidente, el intelectual, el padre, el amigo, el hermano inseparable del “más chiquito” -ese otro cubano tremendísimo que nos sigue repitiendo, con el amor y la lealtad invariables, que «Fidel es insustituible».

   El Comandante tenía la sinceridad que impresiona, la inteligencia que deslumbra, el poder de convencimiento que contagia, el don especial de la palabra, la virtud de la sencillez, la solidaridad y la hidalguía. Nos dejó la enseñanza de servir a la verdad y a la ética, de ir siempre a nuestras raíces; y, por sobre todas las cosas, defender a Cuba.

   Pensar, trabajar y crear, sosteniendo la unidad de la nación, es el mejor homenaje a un hombre extraordinario, ante el cual ni la muerte cree que se apoderó de él.  Su mayor mérito es haber permanecido vivo para su pueblo. Cuba siempre tendrá a Fidel; Fidel tendrá siempre a Cuba; y yo seguiré creyendo en el Fidel que vive en mí. Angélica Paredes López (Pinar del Río, 1971)

   LA HUMILDAD DE UN HOMBRE INMENSO

   Entre las mayores satisfacciones que me han deparado los más de treinta años en la profesión de periodista, está el privilegio de haber acompañado al líder histórico de la Revolución, Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, en numerosos escenarios nacionales e internacionales.

   Lo vi brillar como estadista en eventos de primera magnitud como la Cumbre del Milenio, celebrada en la sede neoyorquina de la ONU; aprecié sus esfuerzos por fortalecer el papel de Cuba en la arena internacional y sus relaciones con países como Venezuela, Malasia y Libia, por citar algunos. Pero hubo un acontecimiento que me permitió aquilatar, de primera mano, sus enormes dotes de ser humano, humilde, sensible y consagrado por entero al bienestar de su pueblo: el paso del huracán Michelle, una de las tormentas más devastadoras que han afectado a Cuba en las últimas décadas.
Fidel 25112023
   Lo vi brillar como estadista en eventos de primera magnitud como la Cumbre del Milenio, celebrada en la sede de la ONU.

   Justo el domingo 4 de noviembre de 2001, cuando el meteoro impactaba en la costa sur del centro del país -como categoría 4 en la escala Saffir-Simpson, con vientos superiores a los 215 kilómetros por hora-, Fidel, como tantas veces en la historia, decidió partir hacia el epicentro del peligro. La dirección del Sistema Informativo de la Televisión me comunicó que le acompañaría, junto al camarógrafo y realizador, Roberto Chile.

   La caravana avanzó, ya de noche, en medio de torrenciales aguaceros y vientos huracanados, hasta alcanzar el balneario de Varadero, donde el sensible deterioro del tiemponos obligó a pernoctar. Ya antes del amanecer del lunes 5, recorríamos las zonas afectadas. No hubo poblado o caserío en las provincias de Matanzas, Villa Clara y Cienfuegos, por pequeños que fueran, donde Fidel no se detuviera a interesarse por los daños y a conversar con sus pobladores, que, aún en medio del díficil momento, acudieron al encuentro con el líder para patentizarle su cariño y apoyo, y convencidos de que no quedarían desamparados. En medio del trabajo periodístico, solicité al entonces ayudante del Comandante en Jefe la posibilidad de poder entrevistar a Fidel.

   Ya de vuelta a La Habana, bien entrada la noche, no había recibido respuesta de mi solicitud. Comprendí que en medio de la complejidad del momento y también de sus múltiples ocupaciones en la jefatura del Estado, a Fidel le sería muy difícil atender mi reclamo. Me dediqué entonces, junto a Roberto Chile, a procesar y editar el material recopilado. Y en algún momento tocaron a la puerta de la oficina donde trabajábamos. Un oficial de la guardia personal me pidió que lo acompañara, que Fidel quería verme.

   Llegamos al despacho donde el Jefe, enorme en su uniforme verde olivo, me esperaba. Tras el saludo, me pasó el brazo por encima del hombro, me invitó a pasar a la oficina, amueblada con una sencillez espartana. Junto a mí, recorrió varias veces aquel espacio, que se me antojó inmenso. Tras interesarse por la marcha de mi trabajo,  me expresó con gran humildad que había recibido mi solicitud, pero que no hubiera sido objetivo realizar una entrevista cuando los datos sobre las afectaciones que había dejado el huracán eran todavía preliminares y no permitían valorar de forma correcta la magnitud de los daños.

Fidel me dijo que la evaluación tomaría unos días y que entonces se ofrecería una información completa al pueblo. Me prometió que cuando eso tuviera lugar, yo estaría allí para acompañar a la dirección del país en la tarea. Y así ocurrió.

   Mi reportaje sobre el paso de Michelle salió al aire a la mañana siguiente, titulado “Una batalla más”. Porque fue eso: un nuevo combate en el cual, a pesar de las dificultades, Cuba, encabezada por su Comandante en Jefe, emergía nuevamente victoriosa. Héctor Martínez Marrero (La Habana, 1962)

   ENTRAÑABLES RECUERDOS DE FAMILIA, Y UN LEGADO

   A sus 102 años mi bisabuela paterna había olvidado el día de su cumpleaños, confundía el nombre de sus hijos, los mezclaba con los de sus hermanos, llamaba a sus padres ya fallecidos desde hacía cincuenta años.

   Lucrecia -que ese era el nombre de mi bisabuela- vivía en las tinieblas de la demencia. Sin embargo, solo recobraba la lucidez cuando escuchaba el nombre de Fidel.

   En tono bajo y con memoria de historiadora la centenaria de pocos estudios podía recordar cada uno de los pasajes de las siempre reconfortantes victorias de Fidel. Bastaba con pronunicar las cinco letras del nombre, para que ella susurrara: “Mi Comandante…”.
   Fidel llegó a preocuparse incluso por asuntos como los utensilios con los que se cocinaba en los hogares cubanos.

   Por él, Lucrecia fue más que una lavandera. Por él, mi abuelo conoció el mundo de las letras y los números. Por Fidel fue que mi bisabuela no perdió, nunca más, a ninguno de sus hijos por falta de atención médica. Mi familia encontró realización personal y profesional. A esas razones debo haberlo conocido desde que apenas tuve uso de razón. Un retrato junto a los seres queridos de la familia lo ubica entre mis primeros recuerdos infantiles.

   Recuerdo la emoción vivida por mí ante su presencia física, cuando yo andaba aprendiendo las tablas de multiplicar. El verde olivo radiante, la estatura gigante, la barba legendaria impresionaban. Él estaba en todas partes, a cualquiera hora y en las circunstancias más inusitadas. No lo detenían los vientos huracanos, ni la ferocidad imperial.

   No se puede hablar, por ejemplo, de hazaña deportiva sin mencionarlo; no se entiende el sistema de Salud actual sin los aportes de Fidel. Y si hoy ir a la universidad es cuestión de capacidad intelectual y decisión personal, se lo debemos a él. Fidel llegó a preocuparse incluso por asuntos como los utensilios con los que se cocinaba en los hogares cubanos; y estuvo atento a cómo las niñas y los niños debían sostener correctamente los cubiertos con los cuales se sentaban a una mesa.

   Fue su generosidad, su vocación martiana, la solidaridad ilimitada las que explican que hoy Cuba sea Patria no solo para los cubanos sino también para muchos amigos nacidos en otros lugares del mundo. Yo defino su tiempo, la vida de Fidel, como 90 años muy intensos y admirablemente fructíferos; y nuestra existencia -marcada por la continuidad-,como la posibilidad del compromiso, como la elección de mantener vivo el legado de Fidel, no en monumentos sino en el sentido mismo que ofrezcamos a nuestras vidas de revolucionarios. Claudia Díaz Pérez (Matanzas, 1992)

   “ME PARECIÓ QUE HABÍA ESTADO A SU LADO TODA LA VIDA”

   A Fidel lo conocí cuando era muy pequeña. Fue a través de mi madre.Ella me hablaba de él; me decía que era el “Caballo”, el que nos había dado dignidad a los pobres, a los campesinos que éramos.

Ella me lo enseñó en el Televisor, en sus largos discursos que se escuchaban y veían en nuestra casa. Eran comparescencias en las que nadie podía pronunciar sonido alguno. Era la veneración a un hombre (visto como casi un Dios) en el imaginario de mi hogar…

   “Gracias a Fidel todos nuestros hijos pudieron estudiar”, fue la frase más dicha por mis padres desde que tuve uso de razón. De mi padre, que trabajó desde los nueve años y solo pudo aprender a escribir en la Campaña de Alfabetización; y de mi madre, una lectora incansable que alcanzó el sexto grado en esa maravilla de alumbramiento (la Alfabetización) de 1961.

En esa certeza me afiancé para ser periodista, para aportar a mi país y defenderlo. Por eso, cuando conocí personalmente a Fidel, me pareció que había estado a su lado toda la vida. Y en medio de los años de la Batalla de Ideas compartí el privilegio de mi generación -la de los “jóvenes de los 90”-, de contar con su acompañamiento incesante.

   Aprendí mucho de sus diálogos sobre cómo transmitir mejor un mensaje desde un acto de masas, sobre cómo movilizar en tribunas multitudinarias al pueblo en menos de 24 horas, y ante sus desvelos por devolver un niño (el pequeño Elián González Brotons)a los brazos de su padre.

   De Fidel aprendí también a no quedarme callada cuando tengo un criterio, aunque sea diferente, aunque a otros les incomode. Aprendí a batallar contra lo mal hecho -que es una de las esencias del revolucionario y de mi profesión en particular-; y entendí que, definitivamente, de la confrontación de criterios nacen soluciones a problemas, a circunstancias complejas de la vida, de la familia, y de una nación.

   Junto a Fidel tengo muchas fotos, recuerdos, anécdotas que muestro a mis hijos para que aprendan a respetar la historia de Cuba, esa historia que tiene a Fidel tan adentro, en el corazón de un pueblo entero, y en el alma de esta madre, de esta cubana que ahora rememora y escribe. Talía González Pérez (Las Tunas, 1975)

   UN DÍA INOLVIDABLE

   Amanece en La Habana y es 17 de noviembre de 2005. Los periódicos, la radio y la televisión cubanas anuncian desde la madrugada el acontecimiento más esperado en aquellos tiempos por los estudiantes del Alma Máter: Fidel hablará a las seis de la tarde en el Aula Magna.

   Entonces yo estudiaba en la Universidad, y era presidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) de la Facultad de Comunicación. Dos meses antes el Secretariado de la Federación en la Colina había invitado al Comandante para celebrar los 60 años, aquel septiembre de 1945, de su llegada a la Escalinata.

   Compromisos de trabajo no le habían permitido el encuentro con los universitarios.

   Aquel 17, Día Internacional del Estudiante -en honor a los jóvenes asesinados en Praga por los nazis en 1939-, concluía en La Habana el Consejo Nacional de la FEU. Ya en la tarde, por mi condición de miembro del Secretariado de la Universidad de La Habana, presenté junto a la periodista Katiuska Blanco, en el Salón de los Mártires, el libro “Todo el tiempo de los cedros”, mientras que en el monumento a Mella, al pie de la Escalinata, una multitud honraba al líder estudiantil.

   Al finalizar el homenaje, los jóvenes subieron como una estampida los 88 escalones, júbilo que interrumpió la presentación de la obra. Entonces salimos, y desde el muro lateral de la Escalinata, el más cercano al Salón de los Mártires, Katiuska, con lágrimas en la mirada al ver aquellas imágenes, dijo: “Fidel ha cambiado la historia. Antes los estudiantes bajaban en protestas desde el Alma Máter a la calle San Lázaro; ahora suben alegres a su Universidad”.

   A las cinco ya yo estaba sentado junto a otros cientos de cubanos en una de las sillas de madera y piel curtida del Aula Magna. Cuando faltaban 15 minutos para las seis, se escuchó en las afueras un coro de voces aclamar: ¡Fidel!, ¡Fidel!, ¡Fidel! Eran estudiantes, en su mayoría de la Universidad de las Ciencias Informáticas, que le daban la bienvenida. Cuentan que desde uno de los tres autos negros, y vestido con el verde olivo de la Sierra y la Revolución, apareció ante ellos el Comandante esperado, quien saludó y entró por la puerta principal al sagrado sitio.

   Entonces fue que lo vi. Caminó sobre la alfombra, protegido por su seguridad personal, mientras era recibido por los continuos aplausos de una multitud de estudiantes, profesores, combatientes, intelectuales, ministros y altos dirigentes políticos. Como todos allí, yo estaba emocionado y era por la energía que se sentía cuando llegaba Fidel.

   Recuerdo al historiador Delio Carreras, quien al repique de los tres toques de la campana lo recibió con los elogios que merecía, después el pase de lista a los Mártires de la FEU, las palabras del recién presidente electo de la Federación y, justo a las seis, el Comandante inició su discurso, escoltado por las banderas cubana, de la UJC y la FEU. Estaba sentado a unos pocos metros de él.

   Como todos los estudiantes allí reunidos, yo vestía un pulóver blanco, con la imagen del joven Fidel en el pecho: un retrato de aquellos días en que llegó a la Universidad donde fue fotografiado con un abriguito negro.

   Era la primera vez que lo veía hablar tan cerca. La luz del sol se perdía entre el cristal de los ventanales y Fidel hablaba del imperialismo norteamericano y sus guerras, de centenares de bases militares -entre ellas la de Guantánamo, convertida en un antro de tortura-, y de las amenazas de Estados Unidos contra Irán por intentar producir combustible nuclear.

   En su discurso resaltó la dignidad de los cubanos y nuestra resistencia ante las agresiones estadounidenses, y comentó sobre los resultados, ese año, de las votaciones contra el bloqueo en Naciones Unidas, y sobre el reciente entierro del ALCA en la ciudad argentina de Mar del Plata.
   Fidel esa noche, como siempre, fue severo en la crítica a nuestros errores. Su discurso abrió un debate sobre el futuro de la Revolución. Nunca antes habíamos escuchado la posibilidad de que la Revolución pudiera autodestruirse, y la frase quedó grabada para siempre en la memoria de los cubanos.

   Todos en silencio lo escuchábamos. Solo los aplausos y las risas ante no pocas ironías de Fidel cuando se refería a Bush y al imperio, interrumpían su conversación con nosotros, en la que mencionó noticias internacionales de aquellos días; entre ellas, la del fósforo vivo lanzado en Faluya, un arma prohibida por las convenciones internacionales.

   Fidel comparó esos tiempos del 2005 con aquellos en que comenzó siendo muy joven en la Universidad, época en que al decir de él llegó lleno de sueños a la Colina: “Yo, hijo de terrateniente, pude terminar el sexto grado y después, con séptimo grado aprobado, pude ingresar en un instituto preuniversitario. ¿Quién que no hubiera podido estudiar bachillerato podía ir a la universidad? Quien fuera hijo de un campesino, de un obrero, que viviera en un central azucarero o en cualquiera de los muchos municipios que no fueran como el de Santiago de Cuba, o el de Holguín, tal vez Manzanillo y dos o tres más, no podía ser bachiller, ¡ni siquiera bachiller! Mucho menos graduado de la universidad, porque, entonces, después de ser bachiller, tenía que venir a La Habana”.

   Emocionado habló de la formación de su conciencia política y dijo: “Y si de confesiones se trata, cuando terminé en esta universidad yo me creía muy revolucionario y, simplemente, estaba iniciando otro camino mucho más largo. Si yo me sentía revolucionario, si me sentía socialista, si había adquirido todas las ideas que hicieron de mí, y no podía haber ninguna otra, un revolucionario, les aseguro con modestia que hoy me siento diez veces, veinte veces, tal vez cien veces más revolucionario de lo que era entonces. Si entonces estaba dispuesto a dar la vida, hoy estoy mil veces más dispuesto a entregar la vida que entonces”.

   Ya habían pasado algunas horas, y seguía Fidel de pie ante un Aula Magna repleta en sus dos niveles, y fue que le habló a la juventud de la realidad cubana, de la burocracia, los vicios, el desvío de recursos y el robo, de los nuevos ricos, y de los que vendían con la “manguerita” el combustible en los Cupet. Entonces se refirió a la labor de los jóvenes en la lucha contra el despilfarro y el desvío de recursos.

   Ese es Fidel, un hombre que es capaz de criticar los problemas del país y hablarle la verdad al pueblo. No olvido cuando se refirió a aquellos trabajadores y dirigentes cubanos,que reciben críticas, o que se autocritican y vuelven a incurrir en errores.    Entonces se preguntó: “¡Ah!, ¿te autocriticas? ¿Y todo el daño que hiciste y todos los millones que se perdieron como consecuencia de este descuido o de esta forma de actuar?”. Dijo que en la batalla contra los vicios no iba a haber tregua con nadie, y así ha sido. Fidel esa noche, como siempre, fue severo en la crítica a nuestros errores. Su discurso abrió un debate sobre el futuro de la Revolución. Nunca antes habíamos escuchado la posibilidad de que la Revolución pudiera autodestruirse, y la frase quedó grabada para siempre en la memoria de los cubanos.

   Con esa alerta de Fidel en el Aula Magna, en 2005, comenzó el proceso de perfeccionamiento de las políticas económicas y sociales de la Revolución que después continuaría Raúl y sigue ahora Díaz-Canel.

   Pasadas las nueve de aquella noche del 17, día en que cumplía yo mis 21 años, el Comandante debatió con ministros y dirigentes sobre las cifras exactas de estudiantes universitarios en Cuba, y nos preguntó que cuántos sabíamos cuál era el consumo eléctrico en nuestras casas. Nadie supo responderle.

   Fidel hablaba de metros contadores, de refrigeradores viejos, de bombillos incandescentes y ahorradores. Recuerdo que dialogó con dos trabajadoras sociales sobre el ahorro de electricidad. Nacía así la Revolución Energética, esa que unos meses después, ya en el 2006, se extendió por todo el país, en aquel esfuerzo de él por optimizar la energía. Y así llegó las once de la noche. Ya habían transcurrido cinco horas de su llegada, y seguía de pie conversando, reflexionando sobre Cuba y el mundo.   Cerca de la medianoche concluyó, y entonces un grupo de jóvenes fuimos hasta él, lo rodeamos en el centro del Aula Magna y siguió conversando porque no quería irse de la Universidad, pero llegó la despedida, y salió por la misma puerta que lo vio llegar en la tarde.

   En las afueras, una multitud de estudiantes, aquellos que le dieron la bienvenida, lo esperaban aún y se volvió a escuchar: ¡Fidel!, ¡Fidel!, ¡Fidel! Dialogó con algunos en la calle que separa a la Biblioteca Central del Aula Magna, y antes de subirse al auto nos dijo adiós a todos. Dieciocho años han transcurrido de aquel día en que grabé cada detalle en la memoria. Entonces sabía que ese momento era histórico y que con toda seguridad escribiría sobre él en el futuro. Wilmer Rodríguez Fernández (Matanzas, 1984)