Dibujo de Nicolás Guillén

En pasados textos he insistido en la formulación de Nicolás Guillén del concepto de nación y su relación con la condición mestiza de la identidad cubana. En este caso no voy a insistir en ello, pero sí tendré que mencionarlo para abordar sus consideraciones sobre ese mestizaje.

Tan temprano como 1930, ya el poeta se estaba refiriendo a esto, en artículos publicados en la página «Ideales de una raza» del periódico Diario de la Marina, y desde entonces no dejó de tratar el tema, de una u otra forma.

En 1944, por ejemplo, en la Asamblea del Partido Socialista Popular, al que pertenecía, intervino para decir su criterio sobre la forma en que ese partido estaba tratando la cuestión negra y la unidad nacional. Allí dijo:  

Tengo para mí que cuando nosotros nos referimos a la unidad nacional caemos en la práctica, casi siempre, de contemplar la cuestión desde el ángulo meramente político en lo funcional. Y no vamos al fondo de la misma, tratando de injertar la cuestión negra con la cuestión de la unidad de nuestra nación. A mí me parece que son dos elementos absolutamente unidos, y que no es descabellado el tratar de ligar el problema del negro con el problema de nuestra unidad.[1]

Allí reitera un concepto que aparece en varios de sus poemas y escritos previos a esa fecha y que aparecerá en los posteriores: la real transculturación de la sociedad cubana, o sea, el mestizaje cultural de nuestra nacionalidad.

Una revisión detallada de esos poemas y algunos de sus artículos sobre el tema nos puede demostrar que, aunque no lo niega, por lo regular Guillén no se refiere a lo genético; para él, el mestizaje es fundamentalmente cultural, «y del espíritu hacia la piel nos vendrá el color definitivo». Algunos ejemplos pueden avalar esto:

En «La canción del bongó», el cubanísimo instrumento musical «convoca al negro y al blanco/ que bailan al mismo son». Incluso en «Llegada», que para mí es la presentación simbólica de la iniciática presencia negra en nuestro continente, el sujeto colectivo se dirige a unos «compañeros» que no pueden ser otros que los blancos. Y se puede encontrar la búsqueda de la unidad, del reconocimiento de la igualdad en los aportes de ambos grupos étnicos a la nacionalidad, a la cultura y aun al imaginario de la Isla, en muchos otros poemas. Baste por ahora mencionar «Un son para niños antillanos» y, sobre todo, «Balada de los dos abuelos», donde el poeta junta nuestras dos raíces fundamentales y proclama «los dos del mismo tamaño», aunque, para entonces, «uno mandando y otro mandado», como dice en «Son número 6».

Porque toda esa cruzada guilleneana no tiene un propósito antropológico, ni una finalidad simplemente historicista, sino una voluntad de influir en la eliminación de prejuicios y discriminaciones acerca del factor negro de nuestra sociedad, basada no en el altruismo o la simpatía, sino en las reales presencia y actuación de ese sector, y en sus merecimientos.   

En el texto del 44 que cité antes, Guillén lo dice claro: «debemos hacer comprender a blancos y a negros en Cuba, que el negro reclama igualdad no desde un punto de vista sentimental o mecánicamente equitativo, sino como un fenómeno de retribución histórica». Afirma que está de acuerdo con que la educación es efectiva para disminuir esos males, pero aclara que la instrucción, el desarrollo cognoscitivo del sector negro, es importante, pero no suficiente, y caracteriza lo que considera más útil, que se puede resumir en una educación específica sobre el problema, y tanto para negros como para blancos.

En ese tipo de educación, que no se limita a la escuela, el conocimiento de la real participación del negro en la conformación nacional cubana debe ser uno de los principales objetivos.   

Negros y blancos han de saber en nuestra patria —expone Guillén en ese trabajo— que así como el blanco trajo los elementos de la cultura europea, no muy cernidos, porque los primeros españoles y aun los segundos, y hasta los terceros, no eran gentes de muy claras luces, el negro aportó a su vez los elementos de las culturas africanas, que eran sin duda superiores en algunos casos a los que tenían el siboney y el taíno de Cuba…

Y entra en lo que para él es el más importante mestizaje cubano, más allá de la real mezcla genética:

Al través de esa fortaleza espiritual, el negro fue influyendo sobre su amo, y se produjo a lo largo de los siglos un profundo mestizaje en nuestro país, un mestizaje que se integra profundamente en la psicología de blancos y de negros, y que hace que nuestro país tenga una característica peculiar, que no se la da exclusivamente la cultura blanca, que no se la da exclusivamente la influencia negra, pero que es el producto, el resultado de la convivencia a través de cuatro siglos de los dos elementos fundamentales que constituyen nuestra nacionalidad.

O sea, para que el prejuicio racial fuera desapareciendo, había que

ilustrar a las masas blancas y negras acerca del origen común de nuestra población, acerca de que el negro en Cuba tiene tanta responsabilidad histórica en la formación de nuestro país como el blanco, y que juntos, desde nuestro nacimiento como nación, hemos hecho esto que social, espiritual y económicamente conocemos con el nombre de Cuba.

Este texto —más bien esta intervención— apareció en el folleto Los socialistas y la realidad cubana, editado por el PSP en ese año 44, y tiene una importancia capital, no solo para aquella época, sino para la nuestra, porque, en primer lugar, está expresando esas opiniones en el contexto de una organización que podría llevar a la acción las proposiciones guilleneanas, ya que el PSP era el único partido político que tenía en su programa el tratamiento del tema racial. En segundo lugar, porque es uno de los textos donde más claramente se demuestra que para Guillén la noción del mestizaje en relación con la nación no necesariamente es una solución falsa, como dijo Sixto Gastón Agüero, ni una estratagema para negar el racismo contra los negros, idea que se ha defendido en los últimos años, ni mucho menos «reconciliar retóricamente diferencias» raciales, (Vera Kusinski), sino una realidad palpable, sobre todo en lo cultural, en el sentido más amplio de la palabra.

Al no circunscribirlo al color de la piel, sino proyectarlo a la propia formación nacional, ese mestizaje, que remite a la transculturación, es un elemento básico de la identidad cubana, pero también de la identidad humana universal, porque Guillén apela igualmente a la necesidad de que el pueblo conozca que «la raza, como elemento de superioridad, no existe», y que «el progreso no es un fenómeno realizado por un solo núcleo humano al través del desarrollo del hombre sobre la Tierra». Pero, sobre todo, insiste en que «el mito racial no tiene absolutamente ninguna validez científica, y que nuestro país es un país mestizo, en el que blancos y negros han contribuido a la formación psicológica y material de nuestra nacionalidad».   

Esas consideraciones de Guillén, por tanto, no niegan el lugar subordinado que históricamente le fue reservado al sector negro de la nación; sino todo lo contrario. El mestizaje que define Guillén en su poesía es, en primera y última instancia, social y cultural y se dirige no a la reconciliación, retórica o no, de razas y sectores en nombre de la nación, sino al reconocimiento del real carácter mezclado de esa nación, independientemente del color de la piel y, por lo mismo, a denunciar exclusiones, discriminaciones, segregacionismos.

En otros textos he manifestado que Guillén siguió tres vías, interconectadas, en el tratamiento de lo nacional, desde el punto de vista etnocultural: la valoración de la presencia y el aporte negro a la idiosincrasia cubana, la crítica al racismo —tanto blanco como negro— y la enunciación poética del carácter transculturado de la identidad cubana. El punto de partida de cualquiera de esas vías ha sido el sector negro, por ser, precisamente el más negado y excluido, en el coctel que es la nacionalidad cubana.

Ninguna de esas tres vías fue abandonada por Nicolás Guillén tras el triunfo de la Revolución cubana de 1959, con la que el poeta no tenía contradicciones antagónicas. El 22 de marzo de ese propio año, Fidel Castro definió los principales retos a los que se tendría que enfrentar, de inmediato, el país; señaló, junto con otros problemas de urgente solución —como el alto costo de la vida y el desbalance entre salarios y precios de productos básicos—, la problemática racial cubana de entonces, y calificó a la discriminación de «repugnante y odiosa». Guillén saludó entusiasmado el discurso, en un artículo publicado en el periódico Hoy, el 29 de ese mismo mes. En él reiteró sus ideas sobre el real mestizaje del país y la necesidad de la educación para lograr no solo el reconocimiento de ello, sino la consecuente equidad que ese reconocimiento supone.

Así —dijo en ese artículo— el mestizaje nacional no es solo el que resultó de la unión cómoda del amo con la esclava, el mestizaje físico, que sale a la piel aun en medio de las familias más empingorotadas, sino ese otro, profundo y lejano, que viene de nuestra doble raíz fundamental. Por eso en Cuba es mestizo el blanco, es mestizo el negro y es mestizo… el mestizo.[2]

Y confirma, en esos momentos en que las condiciones ya permitían llevarlo a cabo, lo que ha venido diciendo desde los años 30:

Sin el negro no existiría Cuba como es hoy, Cuba con su carácter y perfil, como no existiría tampoco sin el blanco, que fuera de europeo es «también» nuestro pueblo, del mismo modo que fuera de africano lo es «también» el que viene de congo o carabalí. Ambos a dos, juntos y revueltos, dan la cubanía, un precipitado nuevo, ni español ni africano, o mejor dicho, africano y español, en una síntesis profundamente nacional. Esto tiene que aprenderlo el niño cubano, de cualquier pigmento, desde que se siente por primera vez en el aula. El blanco, para que no piense que el color de su piel genera superioridad o distinción que no le venga de la inteligencia, del carácter o del estudio. El negro, para que conozca el profundo papel que representaron sus antepasados, aun antes de que estallaran las guerras contra España. Uno y otro, para que aprendan a andar juntos en la vida —con música o sin ella—, «los dos del mismo tamaño», lo cual será índice de que por fin hemos llegado a la condición de país culto de una vez.

Desde el mismo triunfo revolucionario, se tomaron medidas anti discriminatorias como la desracialización de la universidad, de los lugares públicos, del empleo; la creación de instituciones que estudiaban el folklore de origen africano, y otras muchas que beneficiaban especialmente al sector negro de la sociedad.

Varias circunstancias internas y externas influyeron para que ese primer triunfo en la batalla contra el racismo no tuviera un seguimiento inmediato suficiente. El creciente acoso de los Estados Unidos, la necesaria unidad popular ante sus agresiones a la «plaza sitiada», y la asunción, proveniente de la teoría política socialista, de la tesis de que una vez resueltos los problemas económicos y sociales generales, se resolverían, por sí solos, los sectoriales (raza, género, generaciones), están en el trasfondo de que en 1962, mediante la Segunda Declaración de La Habana, se dé por resuelto el problema de la discriminación, no se creen políticas específicas —incluyendo las educativas— sobre esto y prácticamente se elimine el rico debate que se estaba realizando sobre el tema, ni se divulguen críticamente las prácticas discriminatorias cotidianas.

De alguna manera, como prácticamente todos los cubanos de entonces, Guillén aceptó esas reglas del juego, en pro de la unidad; pero mantuvo su cruzada sobre la identidad nacional, y se preocupó de abordar, en muchos de sus textos, poéticos o en prosa, la impronta negra en la cultura y la sociedad cubana a lo largo de la historia.

No hay más que recordar algunos poemas de La rueda dentada o de El diario que a diario, sus últimos poemarios,para comprobarlo. Hay muchos otros ejemplos, pero creo que un corto poema puede resumirlos. Se trata de «Vine en un barco negrero», del libro Tengo, publicado en 1964, donde, como he dicho en otras oportunidades, el sujeto lírico reivindica su protagonismo en la historia nacional, en una especie de parábola biográfica de su actuación socio-histórica. Así, hace un recorrido desde su «llegada», ya haciendo explícitos la vía («en un barco negrero»), lo involuntario de su arribo («me trajeron»), el duro trabajo en la plantación azucarera, y los vejámenes sufridos por su condición de esclavo. Pero seguidamente describe su participación en acontecimientos históricos como la sublevación de Aponte, la llamada Conspiración de la Escalera, las guerras por la independencia —simbólicamente con Antonio Maceo como su jefe—, el asesinato de Jesús Menéndez y la significación de este líder obrero negro para Cuba y su futuro.

Termina con una declaración de adhesión a la nueva nación. En ella está implícito el sentido de pertenencia, no otorgado, sino ganado, lo que, al mismo tiempo, es una apelación a no olvidar la esencial participación de los hombres y mujeres negros en la construcción de la nación.

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¡Oh Cuba! Mi voz entrego.

En ti creo.

Mía la tierra que beso.

Mío el cielo.

Libre estoy, vine de lejos.

Soy un negro.

Del mismo modo, al centrar su objetivo no en la injusta estructuración social ni en las desventajas que en ella han sufrido los negros, sino en la rebeldía de estos y su protagonismo en las luchas nacionales, aporta un significativo dato para que, efectivamente, los dos troncos de la nacionalidad cubana sean valorados en su justa dimensión: «los dos del mismo tamaño», como los juntó el hablante lírico en «Balada de los dos abuelos».

«Vine en un barco negrero» restaura también, de alguna manera, la exclusión que se relata en la primera parte de «El apellido», y reafirma su final. Quien habla es un cubano negro, orgulloso de su doble condición y de su historia.       


[1] Nicolás Guillén, «El problema del negro y la unidad nacional», Prosa de prisa, t. IV,Ediciones UNIÓN, 2007, pp. 177-82.

[2] ___________, «Una revisión entre otras», ob. cit., t. II, pp. 176-8.