Ivette Cepeda

Pudiera pensarse que el magisterio transformó la vida de Ivette, porque de aquella niña rebelde e indisciplinada solo conserva a la estudiosa.

Sin saber más que planificar e impartir clases, tocar instrumentos como tizas y borradores, Ivette no albergaba esperanza alguna de hacer otra cosa. Transcurría el año 1993 y Cuba entera se sumergía en el duro período especial. Conservaba aquellos zapatos con los que se había casado en el año 84, a los que les había cambiado la chapita del tacón en más de una ocasión, y unas pocas mudas de ropa que utilizaba para ir al aula. No tenía más. Tampoco había más, pero era feliz. Tenía tantas ganas de hacer, que nadie se imaginaba por qué su vida frenaba bruscamente.

Cuqui la tamalera

Hotel Inglaterra, bar La Sevillana. Dieciséis tripulantes de un barco que atraca en Cuba frecuentemente inundan el lugar. Suena la música, vibra “Me faltaba amor” en la voz de Ivette Cepeda. Esta es su primera incursión en un escenario con luces, con olor a cigarro y a ron derramado en el suelo. Uno de los hombres se levanta de su asiento, coloca unos billetes en divisa dentro de la blusa de la cantante. Se para otro y hace lo mismo. La acción se repite uno a uno. El dinero cae al suelo. Ivette llora, los músicos la animan, es bastante dinero. Termina la canción, recoge el dinero y se lo entrega al director del grupo. No viene más.

***

Son las cinco de la mañana de un día cualquiera. La madre de Ivette pelea. No es posible que siga sin trabajar. Comienza a ayudar a una hermana peluquera a lavar pelos, quitar pinturas de las uñas y a sacar cejas. Aprende a hacer pizzas, turrón de maní y croquetas. Aprende a montar bicicleta y a pedalear hasta la Villa Panamericana para venderlas, a dólar cada paquete. Ayuda a una vecina a coser y a tejer.

En los tiempos de maíz hace tamales y los vende. Mientras el olor va de casa en casa, una vecina vocifera en el barrio: “Cuqui hizo tamales”. La gente la espera, los compra. No importa si no se los pagan hoy, o mañana. Cuqui, o Ivette hace lo que sea por ayudar en la casa. Es feliz así.

-Profe, ¡pero que pobrecita está usted!, ¿por qué vende cosas en la calle?

-Yo no estoy pobrecita mi amor. Yo vendo cosas en la calle porque algo tengo que hacer, en la casa me aburro.

Ese día y esa conversación la hicieron pensar. Vergüenza no fue exactamente el sentimiento que la invadió.

Ivette cantante

Un día llegó un amigo de los tiempos del bar La Sevillana al que le habían propuesto una audición en el Hotel Neptuno. La cantante que lo acompañaba habitualmente estaba de visita en la Isla de la Juventud, Ivette era su “salvación”. Ese día terminó para siempre su versión de maestra y comenzó la de cantante.

Conoció el mundo de los músicos refraneros, bohemios, con una vida más caótica. Un medio donde existen otros valores, hay otra forma de encarar tu misión, un mundo totalmente nuevo para mí, confiesa.

Supo entonces que podía empezar a hacer algo, pero no sabía otra canción que no fuera Yolanda. Tenía que empezar desde cero, pero nunca había estudiado canto, ni solfeo, ni asignatura alguna que estuviera relacionada con la música.

Por aquellos años existía en el país un artículo que no permitía a los médicos y los maestros cambiarse de carrera: el artículo 25. “Yo era eso. Mi expediente de trabajo comienza así: artículo 25. Un amigo me hizo una canción de igual nombre. Cuando me preguntaban si yo era graduada, o si me habían evaluado, o qué yo era… yo decía que era un artículo 25”.

Pero nunca le escasearon las ofertas de trabajo. Siempre tuvo algo que decir. Estuvo años cantando con la misma ropa y los mismos zapatos. Le decían “la muchacha del vestido blanco”. Fueron los tiempos en los que su padre enfermó de cáncer y lo poco que ganaba lo destinaba a cuidar su enfermedad. Era feliz.

El azar la llevó hasta el cabaret, donde cantó por mucho tiempo. Aquí perdió el miedo al micrófono. Aprendió a bailar, a posar junto a las modelos, a sonreír al público. Trabajó tres años fuera de Cuba, en un crucero. Allí aprendió que cantar no era recibir dinero a cambio de la voz. Tampoco lo son la ropa perfectamente combinada, las pestañas y el pelo arreglado. “Cantar es tener algo que decir”.

Una noche, mientras audicionaban a la Habana Jazz Band la incluyeron en un aval. Esa noche tembló. Esa noche le preguntaron de qué era graduada, dónde estaba su aval anterior y cuántos años llevaba en el arte. El Instituto Cubano de la Música le dio un aval de excelencia, que legal e institucionalmente le permitió ser la Ivette que conocemos hoy.

La llamaron del Gato Tuerto, le dieron un espacio. “Esa fue mi prueba de fuego, porque tuve que buscar los temas que iba a cantar. Ese fue uno de los momentos más importantes de mi vida. Me llené de motivaciones hasta el día de hoy y volví a entender que yo era una persona con algo para decir”.

Ivette se considera una mujer influenciada por todos esos aparentes azares. Para ella el artista es una persona a la que dios le da la posibilidad de tocar el alma de la gente. Por eso cuando canta, mira a las personas y encuentra en ellas lo mismo que en los niños: impaciencia, alegría, tristeza, falta de amor. “Yo siento cuando una canción me sana el corazón, o me deja respirar, y siento que en ese momento puedo hacer algo bueno por otras personas. Lo disfruto mucho. Es un regalo, no sé qué he hecho para merecerlo”.

Cuando las personas empezaron a reconocerla en las calles las evadía, aunque las reconocieran y le dijeran que ella se parecía a la cantante nueva de la televisión. Todavía se ríe cuando dicen que Ivette Cepeda tiene “tremendo público”.

En veinte años de vida artística nunca ha ganado un premio. No se considera una tendencia de la moda, ni de la música, tampoco es una mujer joven, por tanto, no cumple con los cánones de la fama. Sin embargo el público le ha dado un espacio para la canción, y la busca como artista. “Eso me compromete a seguir, porque si no volvería a hacer croquetas. El público me mantiene viva”.

Yo siento cuando una canción me sana el corazón, o me deja respirar, y siento que en ese momento puedo hacer algo bueno por otras personas (Laura Alonso Hernández / Cubahora)

El artista es una persona a la que dios le da la posibilidad de tocar el alma de la gente (Laura Alonso Hernández / Cubahora)